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EL ÚLTIMO FINAL (Alfaguara, 2005)

  • Foto del escritor: Leonardo Levinas
    Leonardo Levinas
  • 18 dic 2023
  • 8 Min. de lectura


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Diciembre de 2001. Buenos Aires es asaltada por sus propios habitantes; el presente se escurre, el futuro se vuelve una insoportable incógnita.

Un profesor de historia toma minuciosas notas de los acontecimientos fundamentales de esos días, a la vez que registra lo que a él mismo le sucede; entre otras cosas la irrupción en su vida de una vecina cuyo destino,

como el del país, está en peligro.

Sin que el autor lo sospeche, la historia que resulta le será secretamente usurpada, lo que convertirá toda la trama de la novela en un verdadero policial.


[...]

Hoy es miércoles 19 de diciembre. Recuerdo su cara, como una obsesión. Es redonda. Tiene el pelo negro. No me parece linda. En esa ocasión en la que vino a hablarme en el auditorio del museo, fue la primera vez que le presté atención a su rostro. Hoy noté que camina de costado, como si algo el doliese o la molestase permanentemente.

Debería haber tomado alguna iniciativa esa vez, durante nuestro encuentro en la puerta de mi casa. Preguntarle qué le sucedía. Pero por alguna razón no hice nada.

Ahora son las ocho. Ya casi es de noche. Existe una melancolía en la luz. Dentro de poco vendrá Débora y seguramente se quedará hasta tarde. Comeremos algo y charlaremos bastante. Veremos parte de alguna película en video. Pretenderemos hacer el amor ya que hemos estado distanciados casi un año entero.

¿Por qué será – me pregunto- que Emilia caminaba de esa manera? Es más joven que yo, y que yo sepa, camino normalmente. Me llamó la atención que regase las plantas apenas inclinada; como si algo le doliera en el vientre. Las piernas parecían dolerle.

Tocan el timbre. Es Débora. Está decidido: cenaremos en mi pequeño jardín. Casi nunca lo hago a menos que se trate de un asado con amigos. Es que la noche es agradable aunque un poco calurosa.

Débora y yo hacemos una palta pisada con apio. Le pusimos mayonesa y limón. Le agregamos pimienta y sal. Bebemos un tinto. Hablamos mucho. Después nos besamos y nos tocamos. Traslado el banco de plaza blanco gastado hasta el cantero que da sobre la pared alta que separa el jardín de la calle. Lo hago para tener más intimidad. Nadie podrá vernos desde la calle. Empezamos a escuchar las cacerolas. Recuerdo que De la Rúa iba a hablar por televisión. No habrá dicho nada. Y si dijo algo habrá sido algo muy malo; Débora y yo no lo sabemos. El ruido aumenta. ¿Habrá instaurado el estado de sitio para frenar los saqueos? Débora cree que sí.

-Entonces se terminó- dice.

El sonido crece. Debe ser igual en toda la ciudad. Esos están en un balcón con unas latas en una mano. Con la otra mano las golpean con un palo. Muchos bajaron a la calle. Las cacerolas son vetustas. Están rayadas pero limpias. Se ven quemadas, algunas, hasta carbonizadas. Tienen manchas y lugares negros. También bajaron con sartenes. Me imagino un cucharón de madera dándose contra el metal; y a su dueño sacudiéndose a destiempo. Predomina el retumbe de lo metálico. Me imagino los metales abollados, hasta el punto de no poder abollarse más, concluyendo en una forma rígida, levemente extraña. Resuenan las ollas y las sartenes. Envases y latas y pequeños baldes imperfectos e inservibles. Seguro que algún chico anda por ahí golpeado uno de los pocos tachos de basura que hay en las veredas.

Débora y yo permanecemos en casa. Metidos en mi dormitorio. Estamos mirando una película, un video, tirados en la cama, con el aire acondicionado encendido. Recuerdo cómo fue hasta el momento este día. Fue raro. A la mañana, por ejemplo, tomé examen en la facultad pero casi nadie asistió, como si rendir examen hubiese sido algo extravagante. Repaso fugazmente las cosas hasta que el balance alcanza este momento. Débora está conmigo. Por eso nos palpamos. Su piel es suave. Sus senos, como siempre, un poco escasos. Su piel parece la de otro cuerpo. A veces me conecto con su mente en un destello tenue, cuando dice o me pregunta algo. Gime, un poco.

La ansiedad se retira. Enseguida regresa, peor aún. Es así: se va, regresa, vuelve. Recuerdo cuántas veces cuestioné que la gente no protestará. Ahora protesta. Le digo a Débora que quiero irme. Quiero ver lo que hasta ahora sólo hemos escuchado. Detengo el video. Enciendo el televisor. Una multitud va a Plaza de Mayo. Es casi la una. El tiempo parece un sopor. O es el país el verdadero sopor. El país y el tiempo se rigen mutuamente. El tiempo lo maltrata. Y el país, al tiempo, lo vuelve más tedioso.

Me baño rápido. Enseguida nos vestimos. Saco el auto. Mi idea es llegar al centro. Y alcanzar, por lo menos, la zona del Obelisco.


.......................................


[...]

Camino por avenida Corrientes, hoy, martes 2 de julio de 2002. Estoy solo. Son las siete menos cuarto de la tarde. Busco el bar La Giralda. Debo encontrarme con alguien en ese lugar pero todavía es temprano, por eso entro en la librería Hernández. Podría buscar en la librería alguna novedad o reconocer algún título interesante; de paso veré si El último final  todavía está expuesta.

Está expuesta. Encuentro tres ejemplares, apilados y exhibidos en una de las mesas, a pesar de que ya han transcurrido dos meses desde su aparición; todavía no depositaron los ejemplares en los estantes y esto me complace mucho.

Ahora me iré del lugar porque no tengo ganas de hurgar en otras mesas. Pero aún me queda tiempo. Sólo tengo que cruzar Corrientes y caminar un tramo corto hasta llegar a La Giralda, y mejor será sortear estos momentos en la librería y no en el bar. Por eso, comienzo a hojear distraídamente El último final.

Leí los primeros capítulos no bien recibí algunos ejemplares de la editorial; fue el día que apareció en las librerías, pero después abandoné la lectura. Más adelante, a un mes de la publicación, pude hojear la novela. Fue en mi dormitorio. Guardo allí un ejemplar, hasta hoy, encima de una pila de cosas tiradas en el piso: son libros, algunos suplementos de periódicos y viejos manuscritos. Encontré un error tipográfico y, en otro lugar, una errata que resultaría trivial para cualquier lector, como lo fue para mí. La había olvidado.

Ahora en Hernández hojeo un ejemplar. Me detengo unos instantes en un párrafo. Ahora recorro los capítulos, fugazmente. Me coloco los lentes para disimular la presbicia y contrarrestar la poca luz de esta sección mal iluminada de la librería. Ya alcancé la parte del texto que corresponde al primero de enero.

Algo me llama la atención. Ahora me perturba. M exige atender un poco más al contenido. Es que no logro recordar esta parte del libro. No reconozco su contenido, tampoco el estilo, suena un poco diferente del mío, de manera imperceptible. Sin ir más lejos figura una palabra que yo jamás hubiese usado. Es “garboso”. Aquí está. ¿Qué significa?¿Significará “esbelto”? Me llama la atención. Dudo de su significado. Todo el párrafo que la contiene me resulta, en realidad, inesperado. “Inesperado” es la palabra justa. Y además, desconocido… ¿Cómo será algo garboso? Ahora encuentro frases que nunca antes en mi vida leí, o mejor dicho que nunca escribí.

Doy vuelta la página para avanzar en la lectura. Me cuesta reconocer que algunas cosas sean mías. De nuevo encuentro algo extraño, hace referencia a una situación que yo jamás imaginé. Avanzo en la lectura, por curiosidad, cada vez más sorprendido. En realidad lo que siento es estupor. Una inquietud que avanza. Quiero saber en qué desemboca la situación planteada en… ¿mi novela? Se trata de la parte en la que se describe cómo murió Emilia. Supongo que se dirá por qué, o sea por qué murió. 

Me siento raro. Inmensamente raro, ¿por qué no? Se trata de un verdadero plagio y la sensación es horrible. ¿Quién será el culpable de esto? Yo no. ¿Y a quién exactamente plagiaron? Me plagiaron a mí, claro. Sin embargo yo figuro como el autor. El autor de este mismo libro. ¿Una suerte de plagio a la inversa?

Reviso bien la tapa. Es la misma. En la solapa interna está mi fotografía; debajo de ella, mi currículum resumido. Parece el libro original. Este mismo ejemplar debe ser idéntico a aquellos que yo tengo en mi casa y que obsequié a familiares y amigos, sólo que ahora estoy revisando algunas páginas que nunca antes revisé.

Adelanto la lectura. Mientras tanto se me hace tarde para la cita en La Giralda. Supongo que si alguien atendiese a lo que ahora mismo hago, me juzgaría un sujeto habitualmente alarmado e inquieto, o comúnmente perplejo y con rabia. Procuro leer lo más rápido posible. Intento saltear la menor cantidad de palabras. Es imposible hacerlo bien. Si alguien me viese así, leyendo mi propio libro con tanto asombro, furioso y con susto, creería que estoy loco. ¿Un amnésico? No, un idiota. O quizás un actor. Es obvio que cambiaron parte de la novela. ¿Nadie se dio cuenta? ¿Nadie? Ni siquiera yo me di cuenta.

Recuerdo algo. Terminé de corregir la versión final del libro muy pocas semanas después de la muerte de Emilia. También que, más tarde, la novela fue revisada por uno o a lo sumo dos lectores de la editorial, quienes la sometieron a una última corrección. Pero es obvio que alguien en la editorial cambió la versión final que yo les envié…

¿Pero quién? Se trata de una pregunta muy estúpida, por lo menos comparada con esta otra: ¿por qué?

¿Por qué, qué? , me pregunto. Estoy hablando solo; se me escapa. Miro la hora: son las siete y cinco. Estoy demorado. Necesito comprar este mismo ejemplar. ¡Es de mi propia novela!, recapacito. La tengo en las manos. ¿No es ridículo que el autor compre un libro que es suyo con el propósito de leerlo? ¡De leerlo por primera vez!

¿Lo escribí yo? Claro, al menos en gran parte. ¿Para qué querré comprarlo? Para que desaparezca. Eso. Por lo menos este ejemplar. Después, toda la edición.

No, no fui yo quien escribió esto. Sin embargo recién dije que yo lo había escrito. ¡Y ya hay gente que leyó esta novela! Alguien seguramente la debe estar leyendo ahora en algún lugar. Incluso la leyeron algunos implicados en la trama, como por ejemplo Ana, Laura y Javier Pinto, y les gustó. Ahora pienso: ¿qué novela les gustó? No me hicieron ningún comentario extraño. Es que seguramente no se dieron cuenta de los cambios. Porque esos cambios no tenían por qué afectarlos. Están también las reseñas en algunos diarios y revistas. Pobres, porque no saben que las hicieron sobre la base de un argumento transformado. Recién en este preciso momento recapacito… Resulta evidente: el ejemplar que tengo en mis manos es idéntico a los que guardo en mi casa en la biblioteca del altillo. E idéntico al ejemplar que quedó apilado con otros libros sobre la alfombra de mi habitación.

Puedo leer un poco más. Identifico muchas frases mías, la gran mayoría. En lugar de tranquilizarme, esto mismo me fastidia. Pienso que estoy loco. Que quizás a veces sea consciente de las cosas que escribo, pero que otras veces, no. Ahora reconozco otra cosa, algo que jamás habría escribo así me hubiesen apuntado con un arma. Se trata de una palabra que no puede ser mía: “mácula”. ¿Qué significa? ¿Qué será una mácula? ¿Qué carajo será eso? Lo recuerdo… Pero yo hubiese utilizado “estigma”. Creo que es análoga. Hay otras palabras más… A ver… “desvencijado”. ¿Dónde la escuché?

Siempre se dice que los personajes se le escapan al autor; ahora esto mismo viene al caso para toda esta novela. Siento la angustia que se siente en una examen cuando se conocen las preguntas y se desconocen las respuestas. No. En realidad lo que hace falta son las preguntas adecuadas. Es eso. ¿Qué puedo preguntar si no entiendo? ¿A quién?

Son cerca de las siete y diez, llegaré por lo menos diez minutos tarde si abandono la lectura de inmediato y me retiro del lugar. Es lo que hago, sin comprar el ejemplar.


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©2021 Marcelo Leonardo Levinas

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